La madrugada era fría, envuelta en esa calma pesada que solo las carreteras de Zacatecas pueden ofrecer a esas horas. Mario Chávez iba al volante, rumbo a Pánuco. Me contó que, a eso de las cuatro de la mañana, cuando pasaba cerca de la gasolinera de Zoquite, algo lo sacudió de su rutina. Entre la penumbra, lo vio.
Un niño.
Caminaba con paso rápido, como si llevara prisa. Era un chiquillo, de apenas cuatro años, con una figura frágil que se recortaba contra la oscuridad. Mario lo miró un buen rato, sorprendido, esperando que el pequeño volteara o mostrara algún signo de temor, pero no lo hizo. El niño seguía su marcha, sin girar la cabeza, sin detenerse. "Ni hacia los lados ni hacia atrás", me dijo Mario, como si ese detalle fuera lo más extraño de la escena.
—Yo lo vi bien, neta —aseguró con un tono grave, como queriendo convencerme de que aquello no era ninguna alucinación—. No iba solo, llevaba más gente en la troca, y otra persona lo vio también. Pero no quise detenerme… uno nunca sabe con esas cosas.
Mientras me lo contaba, la piel se me erizó. Porque, verás, la historia no era nueva para mí. Los rumores de Zoquite siempre han estado ahí, dormidos bajo el polvo del desierto. Había oído de un niño que desapareció por esos rumbos hace ya mucho tiempo, y dicen que a veces se le ve caminar a la orilla de la carretera, siempre hacia adelante, sin voltear jamás. Cuentan que lo busca alguien, pero nunca lo alcanza.
—¿Y qué hiciste? —le pregunté.
—Nada —respondió Mario, sacudiendo la cabeza—. Seguí derecho. ¿Qué más podía hacer?
La carretera siguió su curso aquella madrugada, como siempre lo hace, llevándose consigo una historia más de los misterios que esconde Zacatecas entre sus vientos y llanuras solitarias. Mario nunca volvió a ver al niño, pero la imagen de aquel pequeño apresurado sigue viva en su memoria, como si el tiempo y la distancia no pudieran borrar su presencia. Un niño que, quizás, nunca encontró el camino de regreso.
Un niño.
Caminaba con paso rápido, como si llevara prisa. Era un chiquillo, de apenas cuatro años, con una figura frágil que se recortaba contra la oscuridad. Mario lo miró un buen rato, sorprendido, esperando que el pequeño volteara o mostrara algún signo de temor, pero no lo hizo. El niño seguía su marcha, sin girar la cabeza, sin detenerse. "Ni hacia los lados ni hacia atrás", me dijo Mario, como si ese detalle fuera lo más extraño de la escena.
—Yo lo vi bien, neta —aseguró con un tono grave, como queriendo convencerme de que aquello no era ninguna alucinación—. No iba solo, llevaba más gente en la troca, y otra persona lo vio también. Pero no quise detenerme… uno nunca sabe con esas cosas.
Mientras me lo contaba, la piel se me erizó. Porque, verás, la historia no era nueva para mí. Los rumores de Zoquite siempre han estado ahí, dormidos bajo el polvo del desierto. Había oído de un niño que desapareció por esos rumbos hace ya mucho tiempo, y dicen que a veces se le ve caminar a la orilla de la carretera, siempre hacia adelante, sin voltear jamás. Cuentan que lo busca alguien, pero nunca lo alcanza.
—¿Y qué hiciste? —le pregunté.
—Nada —respondió Mario, sacudiendo la cabeza—. Seguí derecho. ¿Qué más podía hacer?
La carretera siguió su curso aquella madrugada, como siempre lo hace, llevándose consigo una historia más de los misterios que esconde Zacatecas entre sus vientos y llanuras solitarias. Mario nunca volvió a ver al niño, pero la imagen de aquel pequeño apresurado sigue viva en su memoria, como si el tiempo y la distancia no pudieran borrar su presencia. Un niño que, quizás, nunca encontró el camino de regreso.