El Eco de las Voces Perdidas así llamo a mi propia experiencia que me toco vivir.

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Hace unos años, decidí tomar un descanso del caos de la ciudad y me fui solo a una cabaña en el bosque. Un amigo me había hablado de ese lugar, una vieja cabaña de madera que había pertenecido a su familia por generaciones, ahora abandonada y en desuso. Me dijo que sería el refugio perfecto si buscaba tranquilidad, y, aunque nunca mencionó nada extraño, noté en su tono una ligera vacilación cuando acepté la oferta. Debí haber prestado atención a eso.

El viaje hasta la cabaña fue largo, y cuando llegué, ya estaba oscureciendo. La cabaña estaba rodeada de árboles tan altos que casi bloqueaban la luz del atardecer. Parecía que el bosque intentaba tragarse la estructura. Aun así, me sentí aliviado al verla; estaba bastante bien conservada, con un toque antiguo que me hacía pensar en las historias de la infancia sobre casas en el bosque. Entré y el silencio fue lo primero que noté, solo interrumpido por el crujido ocasional del suelo bajo mis pies.

Los primeros días fueron tranquilos. Me levantaba temprano, caminaba por los alrededores, y por las noches, me quedaba en la cabaña leyendo o escribiendo. Disfrutaba de la soledad, del aislamiento. Pero al tercer día, algo cambió. Fue sutil al principio. Recuerdo que esa noche, mientras leía junto a la chimenea, escuché algo. Era un sonido suave, como un susurro lejano. Pensé que el viento se había colado por alguna rendija, así que no le di importancia. Pero entonces, lo escuché de nuevo. Esta vez más claro, y no era el viento.

Me levanté, recorrí la cabaña buscando la fuente del sonido, pero no encontré nada. Sin embargo, la sensación de que algo no estaba bien me acompañó el resto de la noche. Me fui a dormir con la sensación incómoda de que no estaba solo.

Esa misma noche, desperté de golpe, sin razón aparente. Miré el reloj: eran las 3:15 de la mañana. Un escalofrío me recorrió, aunque la cabaña no estaba fría. Y entonces lo escuché de nuevo: voces. Eran suaves, como un murmullo distante, pero esta vez venían del piso de abajo. Me levanté lentamente, con el corazón latiendo a mil por hora. No sabía qué estaba pasando, pero una parte de mí sentía que no debía bajar, que lo mejor era quedarme en la cama. Pero la curiosidad, o el miedo, me empujaron.

Bajé las escaleras despacio, tratando de no hacer ruido. Las voces eran más claras ahora. No podía distinguir lo que decían, pero sonaban como una conversación, como si varias personas estuvieran hablando en susurros. Encendí la luz del salón, pero no había nadie. El sonido parecía provenir de la parte trasera de la cabaña, donde había una pequeña bodega.

No quería ir, pero algo me impulsaba a seguir. Al llegar a la puerta de la bodega, puse mi mano en la manija, dudando por un segundo. Abrí la puerta con un crujido que resonó en el silencio. La bodega estaba oscura, pero las voces, más claras ahora, venían de allí. Sentí un nudo en el estómago. Bajé un escalón, y luego otro, hasta que estuve completamente abajo. La oscuridad me envolvía, y con cada paso, las voces parecían aumentar, aunque seguían siendo incomprensibles.

De repente, todo se quedó en silencio. Un silencio tan absoluto que me hizo dudar si había escuchado algo en primer lugar. Estaba solo en esa bodega polvorienta, rodeado de cajas viejas y muebles cubiertos con sábanas. Y entonces, sentí que algo me observaba. Un escalofrío me recorrió la columna, y un segundo después, la puerta de la bodega se cerró de golpe.

Me giré rápidamente, pero no había nadie. Corrí hacia la puerta, tratando de abrirla, pero parecía atascada. Las voces volvieron, más fuertes, más cercanas, como si estuvieran rodeándome. No sabía qué hacer. El pánico comenzó a apoderarse de mí, y de repente, escuché una risa. No era una risa humana, sonaba distorsionada, como si alguien estuviera riendo a través de una radio mal sintonizada.

Golpeé la puerta con todas mis fuerzas, y en un momento, finalmente cedió. Salí corriendo de la bodega y subí las escaleras de dos en dos. No me detuve hasta que estuve fuera de la cabaña. El aire frío de la noche me golpeó, pero no me importaba. Estaba fuera. A salvo.

Pasé el resto de la noche en mi coche, estacionado lejos de la cabaña. A la mañana siguiente, volví solo para recoger mis cosas y me fui. No volví a hablar con mi amigo sobre lo que pasó, y él nunca preguntó. Hasta hoy, no sé qué eran esas voces, pero una cosa es segura: no eran humanas.
 
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